Érase una vez una banda de poderosos billonarios. Tan ricos que no les faltaba de nada y, aún así, querían más y más; tanto, que les sobraba la ley, la democracia y la Constitución por la que habían peleado sus antepasados.
Decidieron controlar todo, compraron jueces y fiscales y medios de comunicación y pusieron en nómina a cientos de periodistas. Éstos mentían por encargo. Se intoxicaban las palabras para que enfermaran y perdieran su significado; así, libertad pasó a ser solo un significante con valor etílico, cañero, como en los tiempos de la ley seca. Estos plutócratas tenían un cabecilla que, curtido en shows televisivos, gracias a su poder, vendía bulos, los asalariados de la información los propagaban, mientras sus cadenas y terminales fabricaban encuestas a medida.