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¡La poesía apesta!
“¿Hay algún poeta por aquí?”, preguntó él para romper el hielo; y ella, que era “una mocosa” sometida a “una altísima concentración de adrenalina” –como confesaría a Thurston Moore en la revista Bomb (1996)– respondió: “Ya no me gusta la poesía. ¡La poesía apesta!”.

Obviamente, Smith no estaba hablando en serio. En la mencionada entrevista con el cantante y cofundador de Sonic Youth explicó el motivo de que arremetiera contra su propia vocación poética y se comportara “como una idiota”: que fantaseaba con Dylan desde que su madre le había regalado el cuarto de sus discos, Another Side (1964). Hasta entonces, el hombre que había ocupado la mayoría de sus “ensoñaciones juveniles” había sido nada más y nada menos que Arthur Rimbaud, porque “si tienes 15 o 16 años y no encuentras el chico que querrías tener y sueñas con él todo el tiempo, ¿qué importa que sea un poeta fallecido?”; sobre todo, para alguien que había hecho de la poesía “su principio rector” (Just Kids, publicado en castellano como Éramos unos niños) y que casi limitaba la vieja categoría de los amantes imaginarios a lo que llamaba “genioamores”, con los que había tenido “algunas de mis mejores relaciones sexuales” (Mademoiselle, 1975).

Con semejante bagaje, no es extraño que se le cruzaran los cables al ver que el ya no tan nuevo objeto de sus fantasías se presentaba de improviso, “muy caballerosamente” y en carne y hueso en el local del Village; sin embargo, su reacción tenía un trasfondo menos romántico y más pasional a la vez: Para Patti Smith, había sido “una noche iniciática”. Saber que Dylan estaba allí “tuvo un efecto extraño” en ella y, en lugar de acobardarse, le hizo ser consciente de “su propia valía y de la valía de mi grupo” y la obligó a ser la totalidad de lo que podía ser en ese momento, es decir, a dar un irrevocable paso adelante. Al fin y al cabo, estaba “en presencia” del artista que había utilizado “como modelo” para crearse a sí misma tras su decisión de “inyectar” música en los poemas, de añadir lo que “estaba aprendiendo de Jim Morrison o Jimi Hendrix” a su amor por los grandes autores de la generación beat (My First Gig. NME, 2014).

Por supuesto, Smith no se refería con ese first gig (primer bolo) al concierto de The Bitter End, sino al de la iglesia neoyorquina de San Marcos (10 de febrero de 1971), cuando “profanó” el recinto religioso con “un amplificador pequeño” y “una guitarra eléctrica” durante una lectura de poemas en la que estaban Allen Ginsberg, William Burroughs, Andy Warhol y Lou Reed, entre otros. Aún no se había convertido en “la madrina del punk” y, aunque le llovieron ofertas de todo tipo, decidió distanciarse de su repentino éxito. Le pareció “demasiado fácil”, y comparativamente injusto en relación con las dificultades que habían tenido los poetas que le gustaban y su amigo Robert Mapplethorpe, el gran fotógrafo que la llevaría a escribir Éramos unos niños. Pero muchos poemas de aquella lectura, que inició con el Mackie Navaja de Bertolt Brecht y Kurt Weill por ser el aniversario del nacimiento del dramaturgo alemán, acabaron en su primer disco, del que también se cumple medio siglo este año: Horses.

Se suele pasar por alto que aquella joven de “clase trabajadora” que se consideraba “medio apache” frente a la clase media (Zigzag, 1978) llevaba el escenario en la sangre; tanto es así que, antes de iniciar su carrera musical, ya había sido coautora e intérprete de varias obras de teatro, entre las que se encontraba Cowboy Mouth (1971), resultado directo de su breve e intenso idilio con Sam Shepard, para quien escribió el prólogo de Yo por dentro (2017). Por desgracia, “detestaba el maquillaje” y odiaba memorizar papeles porque le provocaba “mucha ansiedad” (NPR, 2015), detalle que la decantó definitivamente hacia la poesía y la música. Lo único que le faltaba era un productor, y lo encontró en otra leyenda: John Cale, ex de la Velvet Underground y responsable de la producción del álbum con el que habían debutado los Stooges.

En realidad, la elección no tuvo nada que ver con las habilidades artísticas. Smith había visto una edición de las Iluminaciones de Rimbaud en la que aparecía la cara del poeta (“tan cool como Bob Dylan”) y, al mirar la portada del Fear de Cale, se dijo: “vaya, eso sí que son unos pómulos” y lo contrató (Rolling Stone, 1976). La cosa no acabó en desastre de puro milagro; “fue como Una temporada en el infierno para los dos”, que según él empezó de este modo: “En cuanto entré en el estudio con Patti, la coqueta chica con la que había hablado por teléfono se transformó en el general Patton” (What's Welsh for Zen, su autobiografía). Pero el resultado de Horses no pudo ser mejor y, en cuanto a la tensión que había entre ellos, tampoco llegó al desafortunado final con el que ironizó Nico al decir que, si se hubieran casado, “habrían podido vivir en una casita de jengibre y haber tenido niños de jengibre” (Nico, vida y leyenda de un emblema, de Richard Witts).

Bromas aparte, el lanzamiento del primer disco de Patti Smith cambió la Historia de la música popular, y la cambió en el sentido que se había propuesto: el de servir de puente entre los “grandes artistas que acabábamos de perder” (Morrison y Hendrix) y las nuevas generaciones de chicos y chicas “como yo”, víctimas de la mayoría moral “por ser artistas, por ser distintos, por tener opiniones políticas, por querer ser simplemente libres”. Se había anticipado a bandas como los Sex Pistols y los Ramones, y había creado “un espacio para lo que yo pensaba que sería la nueva guardia, en la que no me incluía” (NPR). Había nacido el punk. Su objetivo, “preservar, proteger y proyectar el espíritu revolucionario del rock and roll”, porque temíamos que “perdiera su sentido” y “naufragara en un cenagal de espectáculo, dinero e insulsa complejidad técnica” (Just Kids). Hoy, cincuenta años después, sigue en la misma pelea.

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