Tampoco en una romantización nostálgica que ha contado los 80 y los 90 como un oasis hedonista.
Es curioso que haya este año en el Festival de Cannes tres películas que intentan derribar todo ese discurso, y todas desde un lugar completamente distinto. La misteriosa mirada del flamenco contaba con tono de wéstern las comunidades de mujeres trans con sida que resistieron juntas la marginación. Alpha, de Julia Ducournau, sus cicatrices en una apisonadora visual que bebía del género. Y ahora llega Carla Simón, con Romería para cerrar un tríptico perfecto.
La nueva película de Carla Simón tras el Oso de Oro por Alcarrás es una película hermosa, y fascinante, un paso adelante en su madurez como creadora y un regalo para sus padres, ambos adictos y fallecidos de sida. Una circunstancia que ya contó en su debut, Verano 1993, pero desde el punto de vista del duelo de la niña que fue. Ahora, en un nuevo ejercicio de lo que se podría decir autoficción les coloca a ellos, a sus padres, en el centro del relato.
Lo hace para llenar un vacío. ¿Qué les pasó?, ¿qué fue de ellos?, ¿cómo se enamoraron? A través de unas cartas reales de su madre, la directora construye un diario sobre cómo vivieron aquellos años. Esos finales de los 80 y principios de los 90 que acabaron con una generación. Como se dice en Romería, hay muchas fotos de aquella época donde apenas quedan supervivientes, donde sus rostros se fueron tachando porque morían de “sida, sobredosis o accidente de tráfico”.
Romería habla de ellos, y lo hace entregándoles una hermosa carta que les mira con la dignidad que les robaron. Que pone nombre a las cosas, que dice esa palabra, 'sida', que tanto cuesta todavía decir, y que deja claro que esas personas hicieron lo que pudieron. “No es que tu padre no quisiera verte, es que no podía”, le dice el tío de Marina, la protagonista, cuando ella intenta entender por qué su padre no fue a verla a Barcelona. Parece una frase simple, pero es de una honestidad desarmante.
¿Y si el cine pudiera reconstruir la memoria que nos falta? La personal y la histórica, la de esa generación a la que robaron los relatos que les contaran
Por tanto, Romería es una película que, finalmente, gira en torno a la memoria. Una memoria que es la de la propia directora, encarnada en esa joven protagonista —Llúcia García, nuevo descubrimiento de la directora que encontró bajando de un autobús— que acude a Galicia para conocer a su familia paterna, a la que no ha conocido hasta ese momento, con 18 años, cuando les necesita para corregir un papel que necesita para una beca de la universidad.
La memoria de Simón, y la de la protagonista, se construyó entre susurros. Con medias verdades o con mentiras enteras. También con recuerdos que se contradicen. A la protagonista cada uno le cuenta una cosa sobre sus padres, ¿cómo tener entonces una memoria sobre ellos si los propios recuerdos no son fiables? Romería ofrece una solución de una belleza abrumadora que se convierte en una reflexión sobre el mismo poder del cine. ¿Y si el cine pudiera reconstruir la memoria que nos falta? La personal y la histórica, la de esa generación a la que robaron los relatos que les contaran.
Lo hace en una media hora final prodigiosa, donde la cineasta se sumerge en una propuesta que ya exploró en el corto Carta a mi madre para mi hijo. Un trabajo que podría decirse que fue el campo de pruebas para lo que hoy es Romería. Ahí ya la directora planteaba cómo contarle a su hijo quiénes fueron sus abuelos, si ni ella misma lo sabía. Y ya coqueteaba con una parte onírica que aquí toma cuerpo —con una referencia a Cría Cuervos, de su adorado Saura— mostrando nuevos y estimulantes caminos para ella como cineasta, incluida una secuencia musical con Siniestro Total de banda sonora que hace que uno desee que su siguiente proyecto sea ese ansiado musical sobre el flamenco.

Tras ver Romería uno se pregunta también qué hace único a un director, y parece que Carla Simón también se lo ha planteado. Aquí cambia las formas que la hicieron triunfar. No hay cámara en mano, hay actores profesionales —con descubrimientos como el de Llúcia García y Mitch, que derrocha carisma adolescente—, trabaja con música por primera vez —de su hermano, misteriosa y excelentemente usada en momentos concretos— y cambia de directora de fotografía —excelente y que firma Hélène Louvart, habitual del cine de Alice Rohrwacher—. Y, sin embargo, esta es de forma indudable una obra de su autora. Su sello está ahí. Su mirada está. Y eso se nota en el cariño que tiene hacia sus personajes, su empatía, el mimo con el que la cámara les firma y les retrata a todos.
También la inteligencia de un guion que hace que la dimensión política adquiera poder gracias a los detalles y no a los subrayados. Qué inteligente presentar a esa abuela viendo la boda real de Letizia y Felipe y sin saludar a sus nietos. Cuánto dice del choque de clase entre la protagonista y la familia paterna la mirada de su tía a un sobaco con pelos; o de las relaciones de poder que se establecen entre todos los miembros de la familia en esa fila de nietos para recibir la propina en una larga escena coral brillante que sirve de punto de inflexión del filme antes de sumergirse en su media hora final y mágica. Romería cierra una primera etapa en la carrera de Carla Simón, y lo hace dando un paso de madurez hacia terrenos prometedores.