Mientras la sangre corría en la joya de la Corona, el joven Picasso, que entonces estaba estudiando en la Academia de San Fernando de Madrid, se dedicaba a empaparse de los clásicos en el Museo del Prado y, especialmente, en Toledo, patria chica de El Greco desde 1577. Como afirmaría más tarde, durante una conversación con Dor de la Souchère, “es cierto que el cubismo es de origen español, y que yo inventé el cubismo” (Picasso en Antibes, 1960). Por supuesto, ese origen del que hablaba era El Greco —quien, en su opinión, también estaba detrás de Cézanne— y, por si no bastara con lo que había visto en la capital de las tres culturas, sus intenciones se aceleraron al toparse con una obra muy particular del autor de Candía en el domicilio parisino de Zuloaga: la Apertura del Quinto Sello del Apocalipsis, más conocida como Visión del Apocalipsis o Visión de San Juan. Domenicos Theotocopoulos, el “gran filósofo de agudos dichos” que escribió Francisco Pacheco, maestro y suegro de Velázquez (El arte de la pintura, 1649), estaba a punto de destacarse de nuevo entre las musas del Parnaso y, esta vez, por su influencia en el prostíbulo de Las señoritas de Avignon.
Picasso no había terminado aún Las señoritas cuando Juan Gris, madrileño de la esquina de la calle del Carmen y la de Tetuán, sacó dinero de donde pudo para marcharse a París y evitar que lo reclutaran y enviaran a otra guerra de la que tampoco —y por los mismos motivos— se quiere hablar en exceso, la de Marruecos. Desde luego, hay una versión más sugerente de su huida, que el pintor Daniel Vázquez Díaz resumió a Rafael Alberti de este modo, dando “a entender el grado de abstinencia que había alcanzado en el momento de su aparición” en el Barrio Latino: “Juan Gris, que llegó a Francia con treinta años de semen en la punta del carajo” (La arboleda perdida); pero chascarrillos aparte, en todo caso muy alejados de las maledicencias posteriores de Max Aub (véanse Las conversaciones de San Cristóbal), Gris entabló rápidamente amistad con Picasso, Braque y Gertrude Stein, quien resumiría la relación inicial de los dos compatriotas y el efecto internacional de su trabajo en la Autobiografía de Alice B. Toklas (1933): “El único cubismo verdadero es el de Picasso y Juan Gris. Picasso lo creó, y Juan Gris lo permeó con su claridad y entusiasmo”.
Aquella relación, fundamental en la primera época de las vanguardias, no duró mucho. Picasso no era un artista que se detuviera nunca, y Gris continúo en el movimiento surgido de El Greco, aunque en realidad nunca habían tenido la misma perspectiva. Como dijo el historiador y crítico londinense Douglas Cooper, el madrileño era un “Zurbarán del siglo XX”, con lo que eso implica en el juego de la luz y la sombra. Su gran amigo y grandísimo poeta Juan Larrea lo expresó por un lado distinto en Luz iluminada: “Gris esperaba, por la fuerza de un celo prometéico, ser capaz de expresar, con completa exactitud, un tipo de realidad producida únicamente por elementos del espíritu humano”. La exactitud, la matemática, eran tan importantes para él que Apollinaire lo llamó “el demonio de la lógica” (L’Intransigeant, 10 de octubre de 1912), y su también amigo César Vallejo, aquel hombre cuya risa torturaba “en cicatrices el rstro” (González-Ruano, 1931), lo definió por su “riguroso espíritu de austeridad artística”, “sin nieblas inconfesables ni misterios rebuscados” (Variedades. Lima, 1928).
Quien quiera deducir de ahí que Juan Gris era un autor frío, se equivocará radicalmente. Hasta en persona estaba más cerca de la ya mencionada anécdota sexual de Vázquez Díaz o del espectador “cuya risotada sacudía las banquetas del cine ante un Charlot o un Rigadin” (Juan Gris, vida, obra y escritos, de Kahnweiler). De hecho, se había ganado la vida como viñetista de publicaciones satíricas, más allá de sus colaboraciones como dibujante en Blanco y Negro, Papel de Estraza y Renacimiento Latino, entre otras y, por poner un ejemplo quizá definitivo, demostró una paciencia asombrosa con el polémico y enredador Vicente Huidrobo hasta que a este le dio por fingir un secuestro a manos de agentes británicos —para preocupación de Gris, que lo apreciaba de verdad— y reapareció vestido con un pijama nuevo de Galerías Lafayette, según contó Pablo Neruda a Volodia Teitelbiom (La marcha infinita). Nada que ver con la leyenda negra que al parecer provocó Diego Rivera y acabó en las páginas de Aub.
Por extraño que sea, y a pesar del espacio que ocupa en la Historia del arte, la vida y la personalidad de Juan Gris siguen siendo casi un secreto, como si su temprana muerte (tal día como hoy, un 11 de mayo de 1927) y los múltiples y graves acontecimientos políticos posteriores se hubieran conjurado para dejarlo en una especie de limbo. No es un caso único, y menos en nuestro país. Pero este domingo seremos muchos los que nos sumemos a las líneas finales del poema que escribió Larrea en memoria suya (Un color le llamaba Juan), por donde asoma igualmente El Greco: “Con una brizna de delicadeza y el insomnio de las lluvias/ que vuelve seda el reflejo de las catedrales/ agujereamos la esponja de nuestras plegarias/ para borrar el juramento de luna tejido en versos/ donde sus ojos amoblaron la esperanza de corrientes de aire./ Porque él nos dejó su tristeza/ sentada al borde del cielo como un ángel obeso”.